Por Lucas Doldán*
En las últimas horas hemos escuchado y leído a decenas de pseudo-progres, analistas, y políticos de todo el mundo sorprendidos e indignados ante el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos.
Como si “la tierra de los libres” -como reza una de las estrofas del himno estadounidense- hubiese sido intempestivamente invadida por una horda de bárbaros cuyo líder se apoderó de la Casa Blanca para sentarse en el mismo sillón que alguna vez ocuparan líderes de la talla de George Washington y Abraham Lincoln.
Se pierde de vista que, más aún en los tiempos recientes, la Presidencia de los Estados Unidos no es precisamente un sitial que haya sido ocupado por hombres ni de alta cultura ni de cualidades morales destacadas: desde el actor Ronald Reagan, pasando por un Bill Clinton al borde del impeachment por mentir públicamente sobre su affaire con una becaria, hasta George W. Bush agitando sus tambores de guerra en el mundo.
El prestigioso escritor francés André Malraux, autor de “La condición Humana” y Ministro de Cultura durante el gobierno de De Gaulle, dijo alguna vez que “los pueblos no tienen los gobernantes que merecen sino los que se les parecen”.
El Presidente electo no es un paracaidista caído de alguna galaxia lejana, es el emergente de las contradicciones de la sociedad norteamericana. Una sociedad en la que el racismo es una constante, en la que la violencia está a la orden del día, y en el que la inmigración de cientos de miles de latinoamericanos por la frontera mexicana es una realidad. Una sociedad en la que el desarrollo económico convive con bolsones de exclusión. Una sociedad hastiada de las promesas incumplidas de la política tradicional, de la supuesta alternancia democrática en el marco de un bipartidismo que, se diferencia casi exclusivamente por la apelación al color rojo o al azul.
En este marco, el fenómeno Trump no es más ni por cierto menos que un de la cada vez más extendida “política de la antipolítica”, presente tanto en las consolidadas democracias del viejo continente como en Estados Unidos y las aún jóvenes democracias latinoamericanas. Un fenómeno que no tiene nada de repentino ni de espontáneo, sino que hunde sus raíces en la profunda crisis de representación y el declive de los partidos políticos tradicionales, incapaces de adaptarse a los nuevos contextos y responder a las nuevas demandas ciudadanas.
Figuras ajenas a la política tradicional se lanzan en todo el mundo a la competencia electoral acusando a los dirigentes tradicionales de responsables fundamentales de la debacle, de las recurrentes promesas incumplidas y la constante frustración de las expectativas.
Salvo que creamos que los electores son idiotas manipulables o que defendamos el voto calificado, queda más que claro a esta altura que Donald Trump supo interpretar e interpelar a millones de electores estadounidenses descontentos, que encontraron en él un canal de expresión para castigar con su voto a la política del status quo.
Frente a ello, la disyuntiva está planteada: o bien la ofuscación o indignación muy extendida por estas horas, o la mucho más difícil pero más fructífera autocrítica en la búsqueda de la credibilidad y legitimidad extraviada.
Hoy, probablemente más que nunca, es el tiempo de que los políticos y candidatos comprendan la importancia de “escuchar”, de salir del “microclima” y esforzarse por entender las necesidades y las expectativas de quienes son, en definitiva, los protagonistas del proceso democrático: los ciudadanos y los electores.
Quizás ese hubiese sido el mejor consejo para Hillary Clinton, válido por cierto para candidatos de otras latitudes. Dedicarse un poco menos a alertar sobre los peligros del triunfo de su rival, escuchar a los electores, a los propios y –más aun- a lo de los otros candidatos.
La candidata demócrata no pudo siquiera interpelar a uno de los sectores potencialmente más contrarios a las propuestas de Trump, como la comunidad latina. En el estratégico estado de Florida, sólo logró incrementar en un 1% la participación del voto latino. Tampoco supo interpretar ni contener a quienes se ilusionaron con Bernie Sanders en las primarias, un candidato que sin dudas supo –con todas sus limitaciones- conectar con el clima de época.
En política no basta con tener “la razón”, es necesario encarnar la voluntad popular. Las urnas, aunque no nos guste el resultado, han dado un mensaje fuerte y claro.
Las elecciones están para ganarlas. Trump ya lo hizo.
Gobernar es otra cosa, aún más difícil a la luz de muchas de sus propuestas de campaña. Pero, esa es una historia que aún está por escribirse.
*Politólogo y docente de la cátedra «La Comunicación Como Herramienta Política» (Ciencia Política – UBA)